AÑO 2020 VOLUMEN 49 NÚMERO 2
Lecturas de bioética

Medicina: práctica basada en evidencia

[Medicine: evidence-based practice]
DOI: 10.37980/im.journal.rspp.20201703
Publicado
2020-12-28

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Autores/as

  • Pedro Ernesto Vargas Pediatra y Neunatólogo, Consultorios Médicos Paitilla

Palabras clave:

práctica médica, medicina basada en la evidencia

Keywords:

medical practice, evidence-based practice

Resumen

Era práctica medieval la sangría, para equilibrar los humores del enfermo. Se hacía poniendo sanguijuelas sobre las venas del paciente. Para entonces, si sobrevivía, había sido gracias a la maestría y experticia del médico y, si moría, por designio de Dios. No existían hombres de ciencia ni médicos randomicistas. La observación y la experiencia personal dictaban el procedimiento que, como este, produjo millones de muertes, a pesar de las buenas intenciones de los médicos. En 1799, dos días antes de morir, al presidente George Washington le extrajeron varias pintas de sangre, un 40% de su volumen sanguíneo, para limpiarle la circulación por un dolor de garganta .1 Para evitar que el remedio resulte peor que la enfermedad, la práctica de la medicina basada en la evidencia es un instrumento, también probado. Aún así, la ciencia es frágil, es vulnerable, y cuando se hace con negligencia, sesgos y fraude, el ejercicio de la medicina resulta en enfermedad y muerte. Es muy ingenuo creer que todo estudio científico es la última palabra, que es asertivo; que todo hombre o mujer de ciencia es honrado, honesto, sabio y humilde. Como se hace la ciencia no es sencillo y es problemático. Frente a médicos con una práctica negligente o un desprecio por la evidencia, que se aleja de la certeza, y frente a políticos, que hacen leyes y aprueban políticas, que no resisten el rigor de un escrutinio científico, se atenta contra la salud y se impactan las vidas de las personas, resultando en grandes pérdidas, humanas y económicas. La práctica de la medicina no es un concurso de popularidad, no es una carrera de complacencias, no es una oportunidad para la labia, la sonrisa, el entusiasmo cuando el paciente busca certeza y eficiencia, salud y no enfermedad. La pandemia de COVID-19 ha sido puntual para descubrirnos lo que ya sabemos: las pandemias empujan a los clínicos a situaciones donde urgen decisiones prontas, que, generalmente están basadas en no buena información.

Esto no ha sido tampoco la excepción, para no solo confrontar, sino también enfrentar médicos contra médicos, científicos contra científicos y médicos contra científicos. Se le ha dado paso al miedo y al temor, a la negligencia y hasta al fraude, y se ha lucido más impertinencia que prudencia. Lo cierto es que se ha puesto a prueba la ética en el manejo de la confidencialidad, que no es la privacidad, que debe gozar la relación médico: paciente. La confidencialidad es confianza. Es la confianza depositada por el paciente en la integridad del médico, en sus conocimientos, en su compromiso con el manejo profesional, científico y humanista de su relación con él o con ella. Para ello, el médico ha sido educado en una cultura de humanismo y en la enseñanza de la ciencia, desde su método hasta su propio cuestionamiento. No es necesario señalar, una vez más, que la evidencia es creciente, de la desconfianza del paciente en el compromiso del médico de cuidarlo sobre todos los otros intereses, incluso los propios. Los valores y los comportamientos, eso que es el profesionalismo, están a la luz del público. No se pueden ocultar, y si se ha tratado, no toleran el paso del tiempo. Tarde o temprano se descubren cual son. Hoy ocurre.

No es un asunto de retórica. No es un asunto de actuación teatral ni de aperturas a desbocadas pasiones, egoísmos, resentimientos o envidias. La seriedad de la confianza no se expone a estos vaivenes humanos. Servicio, rendimiento de cuentas, excelencia, cumplimiento, deberes, respeto por los otros, integridad y honor todos están en el escenario. Quienes consideran todo esto como un obstáculo para la práctica de la medicina tendrán que darse cuenta, más temprano que tarde, que la comunidad ya los ha descubierto. Se hace necesario y urgente un auto-escrutinio crítico de la autenticidad de nuestra ética en el ejercicio de la medicina. Con las noveles ideas en el siglo XX, de Abraham Flexner (Flexner Report, 1910) sobre la educación médica y el decisivo impulso de la escuela de Medicina de Johns Hopkins se reformó la educación médica para enfocar la práctica en una de servicio, de aprendizaje e investigación, alejada de intereses comerciales o de negocios.

No se puede volver a tiempo primigenios, que dieron origen a las preocupaciones de Flexner. Es no solo desagradable sino impropio enfocar las diferencias de criterios clínicos en una situación como la de la actual pandemia, para señalar que habrá médicos que “se quedarán sin pacientes”, como decir, comerciantes sin clientes. Peor, cuando se aplicó a aquellos médicos que no estamos de acuerdo con usar fuera del contexto de un ensayo controlado y aleatorio, medicamentos no probados para el COVID-19, solo porque se han probado en otras patologías humanas, o porque se descubrió un mecanismo íntimo de acción en un plato de Petri o en un tubo de ensayo o, porque se precipitó una recomendación empujada por fuerzas políticas ajenas a la medicina. La medicina basada en la evidencia se ha definido como “el uso juicioso, concienzudo y explícito de la mejor evidencia actual para hacer decisiones sobre el cuidado de pacientes individuales”.2 Como bien lo resume y señalan Simon Carley y otros3 , la medicina basada en evidencia reposa sobre tres pilares: evidencia publicada, juicio clínico y las preferencias y valores del paciente. Como lo señalan estos autores, esta pandemia no ha sido la excepción al axioma inicial y se ha traducido, desde la perspectiva de salud pública, en un reto a la forma como se ejerce la práctica médica, la atención del enfermo y el manejo de la enfermedad. Un reto que, de no afrontarlo con propiedad y firmeza, atenta contra la misma seguridad del paciente. El método científico es el instrumento preciado para basar la práctica médica con probada evidencia. La investigación arranca de la observación a un cuidadoso proceso para conocer la patofisiología de la enfermedad, desde el modelo animal hasta pequeños ensayos con humanos, que luego se llevan a poblaciones mayores bajo estudios aleatorios y controlados, cuyos resultados deben ser repetidos y eventualmente puestos todos en la balanza de los metanálisis o revisiones sistemáticas. Solo entonces se puede elaborar una conclusión robusta y recomendaciones, que garanticen la eficacia y la seguridad. Esto, que es un camino claro y transparente, parece entorpecer la marcha de algunos, porque no lo quieren andar como se debe andar.


Abstract

Sangria was a medieval practice to balance the moods of the patient. It was done by putting leeches on the patient's veins. By then, if he survived, it had been thanks to the mastery and expertise of the doctor and, if he died, by God's design. There were no men of science or randomized doctors. Observation and personal experience dictated the procedure that, like this one, resulted in millions of deaths, despite the good intentions of doctors. In 1799, two days before his death, President George Washington had several pints of blood drawn, 40% of his blood volume, to clear his circulation from a sore throat.1 To prevent the remedy from being worse than the disease, the practice of evidence-based medicine is an instrument, also proven. Still, science is fragile, it is vulnerable, and when done with negligence, bias, and fraud, the practice of medicine results in illness and death. It is very naive to believe that all scientific study is the last word, that it is assertive; that every man or woman of science is honest, honest, wise and humble. How science is done is not easy and it is problematic. In the face of doctors with negligent practice or a disregard for evidence, which is far from certainty, and in front of politicians, who make laws and approve policies, who do not withstand the rigor of scientific scrutiny, health is undermined and they impact people's lives, resulting in great losses, human and economic. The practice of medicine is not a popularity contest, it is not a career of complacency, it is not an opportunity for lip service, smile, enthusiasm when the patient seeks certainty and efficiency, health and not disease. The COVID-19 pandemic has been on time to discover what we already know: pandemics push clinicians into situations where prompt decisions are urgent, which are generally based on not good information.

This has not been the exception either, not only to confront, but also to pit doctors against doctors, scientists against scientists and doctors against scientists. Fear and fear, negligence and even fraud have given way, and more impertinence than prudence has been shown. The truth is that ethics in the management of confidentiality has been tested, which is not privacy, which the doctor: patient relationship should enjoy. Confidentiality is trust. It is the trust placed by the patient in the integrity of the doctor, in his knowledge, in his commitment to the professional, scientific and humanistic management of his or her relationship with him or her. For this, the doctor has been educated in a culture of humanism and in the teaching of science, from his method to his own questioning. It is not necessary to point out, once again, that the evidence is growing, of the distrust of the patient in the commitment of the doctor to take care of him over all other interests, including his own. Values ​​and behaviors, that which is professionalism, are in the public light. They cannot be hidden, and if they have been treated, they do not tolerate the passage of time. Sooner or later they discover what they are. Today it happens.

It is not a matter of rhetoric. It is not a matter of theatrical performance or openings to unbridled passions, selfishness, resentment or envy. The seriousness of trust is not exposed to these human swings. Service, accountability, excellence, compliance, duties, respect for others, integrity and honor are all on stage. Those who see all this as an obstacle to the practice of medicine will have to realize, sooner rather than later, that the community has already discovered them. A critical self-scrutiny of the authenticity of our ethics in the practice of medicine is necessary and urgent. With the novel ideas in the twentieth century, Abraham Flexner (Flexner Report, 1910) on medical education and the decisive impulse of the Johns Hopkins School of Medicine, medical education was reformed to focus the practice on a service, learning and research, away from commercial or business interests.

You cannot go back to primeval times, which gave rise to Flexner's concerns. It is not only unpleasant but improper to focus on the differences in clinical criteria in a situation such as the current pandemic, to indicate that there will be doctors who "will run out of patients", as to say, merchants without customers. Worse, when it was applied to those doctors who do not agree to use outside the context of a randomized controlled trial, drugs not tested for COVID-19, just because they have been tested in other human pathologies, or because a mechanism was discovered intimate action in a Petri dish or in a test tube or, because a recommendation pushed by political forces unrelated to medicine was precipitated. Evidence-based medicine has been defined as “the judicious, conscientious and explicit use of the best current evidence to make decisions about the care of individual patients.” 2 As Simon Carley et al. 3 well summarize and point out, medicine based on Evidence rests on three pillars: published evidence, clinical judgment, and patient preferences and values. As these authors point out, this pandemic has not been the exception to the initial axiom and has resulted, from the public health perspective, in a challenge to the way in which medical practice, care of the patient and management of the disease are exercised. disease. A challenge that, if not properly and firmly faced, threatens the patient's safety. The scientific method is the precious instrument for basing medical practice on proven evidence. The research starts from observation to a careful process to know the pathophysiology of the disease, from the animal model to small human trials, which are then taken to larger populations under randomized and controlled studies, the results of which must be repeated and eventually all on the balance of meta-analyzes or systematic reviews. Only then can a robust conclusion and recommendations be drawn up, ensuring efficacy and safety. This, which is a clear and transparent path, seems to hinder the progress of some, because they do not want to walk as it should be.